Mi psicólogo me dijo que es normal, pero la verdad es que todavía tengo mis dudas.
La cosa fue así:
Estaba caminando por la orilla de una playa vacía. Dejaba que el océano se estire lo máximo posible hasta que apenas me bañara los pies descalzos y se fuera corriendo, asustado, como si estuviera jugando al rin raje.
El sol pegaba duro pero había tenido la precaución de llevarme una lata de cerveza para hidratarme, o, bueno, para pasarla mejor.
Cuando le di un delicioso trago a la lata escuché, clarito, contundente, una melodía que enseguida hizo contacto con esas armonías que ya tenemos guardadas en algún cajón de la memoria: Qué te pasa quemero…
Miré para todos lados. ¿Y eso? ¿De dónde viene? me pregunté, porque no había a quién preguntarle. Desolación total en los cuatro puntos cardinales. Miré hacia arriba. Viste que tenemos esa costumbre de mirar hacia arriba cuando algo no tiene explicación. El sol jugó sus cartas y, de un flechazo de luz, me dejó ciego por un rato. Quedé a oscuras, sintiendo cómo el océano seguía insistiéndole a mis pies para que siguieran jugando.
Entonces decidí repetir el movimiento. Volví a darle un sorbo a la lata y…: “Yo era cueeervo desde queee estaba en la cuna”…
Me quedé quieto, incrédulo, sorprendido, algo asustado también, tengo que admitirlo. La primera puede ser sugestión, pero ¿otra vez? No… la segunda es la confirmación de la locura.
Se lo dije a mi psicólogo, “No fue algo normal”, e incluso le pregunté: “¿Me estaré volviendo loco, José?” Él se rió, quiso calmarme y me preguntó qué hice después.
Lo que cualquiera hubiese hecho, le respondí. Le mandé fondo blanco, me senté en la arena húmeda y me dormí con la lata al oído.
Así fue. Mientras el incansable océano seguía insistiendo, ese cofre mágico, aquella caracola de aluminio, fue soltando de a poco esas hermosas melodías, invocando las cartas de una gitana hermosa, prometiendo prontos escalones en Boedo, asegurando el cielo como tribuna después de la muerte.
Cuando me desperté, el océano había avanzado. Busqué la lata, pero ya no estaba. Pensé que tal vez todo había sido solo un sueño, alguna alucinación provocada por la mezcla de sol y alcohol. Pero mientras volvía, la rompiente del océano pegó contra el muelle y se escuchó un furioso estallido de gol, seguido de un claro grito de guerra: “El ciclón, el ciclón”.
A veces las cosas son más simples, me dijo José.
Cómo extraño a la Gloriosa, qué lo parió.
Marcelo Addamo